G7
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Primero llegaron los griegos. Luego los sículos, los mercenarios de Dionisio, los romanos, los árabes, los normandos. Finalmente, Taormina fue tomada por los turistas. Miles de ellos cada día, desembarcando en el párking de autobuses que se extiende a sus pies y tomando sus calles y miradores, comprando postales con imágenes de la costa jónica o desnudos de Von Gloeden. Y de repente, cuando se pensaba que esta sería la invasión definitiva, que la ciudad sucumbiría algún día bajo las zapatillas playeras y los bastones de trekking. Hasta que llegó el G-7, y la ciudad se vació.
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De Donald Trump a Emmanuel Macron, pasando por Christine Lagarde, los dueños del mundo pasaron por Taormina en mayo de 2017. Los vimos asomarse al Mediterráneo paladeando un Martini como antaño bebían vino los grandes tiranos de la región, con la silueta del Etna recortada al fondo; los vimos ocupar el teatro griego para oír música de Morricone y fragmentos de la Cavalleria Rusticana de Mascagni y Verga, como en la tercera parte de El Padrino. Pero no estuvieron solos, porque Taormina es un lugar que no puede vaciarse durante demasiado tiempo.
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Los turistas desaparecieron y ocuparon su lugar dos grupos antagónicos que nunca faltan en este tipo de citas: los manifestantes y los antidisturbios. Y entre unos y otros, los periodistas. Por docenas se contaban unos y otros. Las consignas colonizaron el espacio visual y solo el humo de los botes logró desdibujarlas. Los puños en alto y las porras se alzaron al cielo. Como en una vieja ceremonia, el pueblo y el poder repitieron su danza secular al son de los tambores.
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Al día siguiente, el viejo sol de la Historia lavaba las calles de Taormina, como si nada hubiera ocurrido.